Cuando pensamos en lo
que a los seres humanos nos da una identidad, se nos viene a la mente un
documento, un nombre, ciertamente nada que pueda ser comestible.
Si bien es cierto que
no podemos entrar a otro país escribiendo en nuestro pasaporte,” yo como arepa
con mantequilla”, son los hábitos alimentarios que compartimos como grupo lo
que nos diferencia unos de otros, lo que refuerza nuestra nacionalidad.
A medida que vamos
creciendo, nuestros padres, hermanos, amigos, nos van inculcando valores de
pertenencia al grupo donde nos desenvolvemos, asegurando así el desarrollo de las
relaciones con nuestros semejantes, según lo esperado y aceptado en consenso.
Uno de estos valores que son inculcados es el comer,
pues éste se diferencia entre naciones, no solamente en los ingredientes, sino
en las formas de preparar las comidas, de consumirlas, el momento para hacerlo
y los utensilios empleados para ello, lo que paralelamente, va diferenciando a
las comunidades y construyendo una identidad común.
La
forma como se alimenta un grupo forma parte de su cultura y a su vez constituye
parte de su identidad. Es un ciclo que se relaciona y se complementa entre sí y
al perder fuerza uno de los elementos, los otros también se afectan más o menos
en la misma medida.
En
esta modernidad “líquida” como la llamaría Zygmunt Bauman, las tradiciones van
y vienen perdiéndose en la marea de lo que es nuevo y rentable. Es por eso que
para conservar nuestra identidad, aquella que devoramos día a día, es necesaria
la patrimonialización de la cocina regional, es decir, el reconocimiento por
sus herederos de la tradición gastronómica como un patrimonio cultural
inmaterial, transmitido de generación en generación.
Esto
permitiría el re-descubrimiento del hombre con su entorno y su historia, y a la
vez, que promovería el respeto por la diversidad cultural y biológica,
asegurando la identidad de una región y por ende, de un país.
No
se trata de obligar a los venezolanos a comer solo recetas venezolanas, sino de
darnos la oportunidad de conocernos. Se debe incentivar, acompañar el rescate
de la identidad y la cultura gastronómica regional con actividades económicas,
que se conviertan en una oportunidad de empleo y desarrollo endógeno para los
habitantes, lo que al mismo tiempo, incrementaría su vida turística. Se trata de
demostrarnos a nosotros mismos que lo nuestro vale la pena.
Hemos
visto el auge de la cocina venezolana en las escuelas de cocina, numerosos
chefs venezolanos que se montaron en el hombro la tarea de rescatar la
gastronomía venezolana y todo lo que esta implica: los sabores, las técnicas, la
forma y el momento en que se sirven, pero esto no es suficiente.
Las
tradiciones deben degustarse en las escuelas y en las familias desde muy
temprana edad, permitiéndoles a los niños saborear sus tradiciones culinarias y
así desde pequeños, sembrar en el corazón el sabor de nuestro país, el cual germinará a lo largo de sus vidas.
María Mercedes Boada Franco